PRIMER PREMIO: "RATAS", de Pilar aArijo Andrade

 

Nunca vi su habitación ni la veré. Jamás me asaltó la curiosidad por conocer dónde mi tío Manuel dejó la mayor parte de su vida. La casa sigue allí, en el pueblo, desmoronándose poco a poco a fuerza de lluvia y descuido.

El abandono hace mella en las paredes hasta convertirlas en finas y frágiles como el papel. Los recuerdos que la habitaron van desapareciendo como la cal de los muros que, dejando ver sus desnudos nervios, apenas ocultan el secreto del que durante tantos años cuidaron.

A mi tío Manuel todos le llamaban Lito, recorte de Manolito, por su escasez en carnes y estatura. De la estatura, según decía mi abuela, tenía la culpa ella, que a alguien debía salir el crío y en su familia nadie destacó por su porte; de las carnes, tenía la culpa el hambre que pasaban desde que a mi abuelo se le ocurrió un buen día morirse nada más levantarse de la cama, dejándola con un par de hijos a los que mantener.

Mi madre era la mayor de los dos, apenas ocho años de diferencia entre ambos, que a mi abuela quedarse encinta le costaba lo suyo, aunque luego, con el tiempo, se alegrara de esa merma.

Mi madre, en ese aspecto, no salió a ella porque, según me ha contado miles de veces, aquel feriante que vino por las fiestas de San Marcos fue mirarla y dejarle la preñez, que ella ni lo buscó ni se enteró, que con dieciséis años, aún no se sabía por aquellos tiempos nada del mundo y menos de los hombres. De ahí salí yo, aunque el feriante nunca lo supiera, porque nada más acabar las fiestas se marchó igual que vino.

Así, a mi abuela, en vez de dos bocas se le juntaron tres, aunque la mía fuese desdentada y aún me quedaran unos años para sentarme a la mesa, pero ya se sabe que una embarazada come por dos y mi madre, con la barriga, no se podía arrodillar para limpiar los suelos de doña Gertrudis, ni lavar sus ropas, ni acarrear los baldes de agua desde el pozo. «Mejor que no vengas hasta que pases la cuarentena», le dijo una tarde sin esperarlo, y mi madre le dio las gracias y le besó la mano a su señora por seguir dándole trabajo a una muchacha descarriada como ella.

Así fue como mi tío Manuel, Lito para todos, se tuvo que echar con once años la casa a sus espaldas y trabajar donde fuera, en lo que fuera y por lo que le dieran.

Y también fue así, según me contaron, cómo mi tío se ganó la enemistad de don Damián, el párroco, que aquella tarde de domingo le vio quitar los chupones de los olivos al borde de la carretera y, al decirle a mi tío Manuel, Lito para todos menos para él, que Dios Nuestro Señor obligaba a guardar las fiestas, mi tío secándose el sudor, le dijo que el estómago no entiende de qué color venía pintado el día en el almanaque y que se notaba que Dios era hijo único y no tenía a nadie a quien mantener.

Y don Damián se fue gritando la palabra hereje, y que en otros tiempos un mocoso como aquel solo se habría atrevido a besarle el dobladillo de la sotana.

No le faltaba razón al párroco, porque los tiempos y los miedos cambiaron en un abrir y cerrar de ojos, que donde había temor se trocó en furia, y donde había sumisión en rebeldía. En ese imperceptible parpadeo, Santos, Cristos y Vírgenes ardieron en innumerables piras, en un intento vano, ignorante y dañino de quemar el poder por aquel entonces opresivo de la Iglesia.

Nuestra parroquia no fue una excepción, pero don Damián se las apañó para esquivar al grupo más bien escaso de incendiarios y dejar sibilinamente su templo a merced de las llamas. Nada se supo de él hasta que, en otro abrir y cerrar de ojos, llegó la noticia de los militares sublevados en África, pero aquel lugar estaba demasiado lejos para preocuparse, hasta que en otro fugaz parpadeo, los militares con el dedo acusador de don Damián al frente, entraron de noche y por sorpresa casa por casa.

Mi madre dice que es imposible que lo recuerde, pero yo le insisto en que, a pesar de mi poca edad, para mí son indelebles los llantos, las súplicas y los gritos, el dolor de las dos cuando se llevaban a empellones al tío Lito.

Poco más viene a mi memoria de esos duros años, salvo el color negro de la ropa, negro de la pena y el negro futuro de mi exigua familia. La eterna penumbra de la casa con los visillos siempre echados y la jarapa cerrando el vano de la puerta: «Para que no entren moscas, para que no entren», repetía mi abuela, y yo me resignaba a esforzar la vista para encajar mis primeras letras sobre el cuaderno de dos rayas.

Aun en tiempos de mi abuelo los dineros escaseaban por la casa, quizás fuera por ello que la nuestra, lejos de distinguirse por la mejor, resaltaba por lo contrario. Una sola planta y tres piezas más bien pequeñas era toda la extensión de la vivienda; arriba, únicamente el techo raso y un tejado a dos aguas.

Yo dormía con mi madre, en su misma cama. También recuerdo aquellas noches en las que los crujidos de la techumbre me sacaban del sueño. No eran fuertes, pero sí persistentes, y desencadenaban en mí el más irracional de los temores. Me abrazaba con fuerza a mi madre y ella, sin despertarse del todo y con un hilo de voz decía: «No te asustes, mi niño. Son las ratas». Esas palabras de mi madre no conseguían sacarme la zozobra, más bien todo lo contrario.

Un día, mientras comíamos la sempiterna sopa de ajo, oímos el habitual chirrido del techo y, pensando que había tenido una revelación me atreví a preguntar: «¿Y si ponemos trampas para las ratas?». Jamás vi a mi abuela mirarme con tanta rabia ni gritarme con tanta furia. «¡A las ratas las dejas en paz. Que sea la última vez que hablas de ellas, ni aquí ni en ninguna parte!». Y dando un sonoro golpe con la palma de la mano en la mesa se fue sollozando a su habitación. Mi madre me miró como si me perdonara la vida, y yo, mientras le daba vueltas al pan que nadaba en el plato, me prometí no pronunciar en toda mi vida la palabra “rata”.

La guerra había terminado, pero el hambre seguía, al menos para nosotros. Los domingos íbamos inexcusablemente a misa; antes de salir mi abuela gritaba: «¡Nos vamos!», como si se despidiera de esos muros que día tras día la encarcelaban y el deseo de libertad la colmara de júbilo; echaba la llave a la puerta como si algo nos pudiesen robar y se cubría con el negro velo la cabeza, negra la ropa, negra la pena. Mi madre y yo la seguíamos, siempre callados, siempre con cierto temor que se notaba en cómo me apretaba la mano. La misa la oficiaba don José, que era el sustituto de don Damián, destinado a otra parroquia por su seguridad o por méritos propios. Don José no era mala persona, aunque se empeñara en exigir a cada familia un donativo para arreglar los daños ocasionados por la profanación de la iglesia por los Rojos. «Como si ya no hubiésemos pagado bastante», decía mi abuela entre dientes mientras mi madre se apresuraba en darle un disimulado codazo y alguien en el banco de atrás respondía también bajito: «¡Bien lo sabe Dios!».

La noche en la que se llevaron al tío Lito había más gente en el camión. Mi abuela los enumeraba uno a uno: Antonio, el del molino, que en paz descanse; Cosme, el cabrero, que en paz descanse… y así a los seis del pueblo que acompañaron a mi tío Manuel en aquel aciago viaje acusados de quemar la iglesia del pueblo. Ninguno regresó. «¡Si mi niño estaba vareando almendras en el cortijo!», «¡Pregunten a don Carlos, por el amor de Dios!», pero nadie preguntó nada, y se lo llevaron a pesar de sus súplicas a don Damián y sus invocaciones al Altísimo.  

Una vez acabada la misa, mi madre y mi abuela saludaban fugazmente a algún vecino y regresaban con premura a casa. A mí me dejaban jugando con los amigos en la plaza, «Un ratito nada más, que no tenga que volver a buscarte» y, tras la advertencia, ellas dos, bien cogiditas del brazo, enfilaban la calle como si se les hiciera tarde para algo.

Pasados algunos años, tendría unos diez u once, me armé de valor y le susurré a mi madre al oído: «¿Las ratas tosen?». Ella me miró sobresaltada, se fue a donde estaba la abuela y después de cuchichear un rato me llamaron. «Ven, siéntate aquí». Y así, desmigajando palabras entre las dos, conocí la verdadera historia del tío Lito.

Antonio, el arriero, venía con la recua camino al pueblo cuando los encontró en la cuneta, cerca de la loma de en medio. A eso de las cuatro de la madrugada llegó a la puerta, pegó y lo descolgó de una de sus mulas como si fuera un muñeco. Mi abuela dice que la habitación se le llenó del olor herrumbroso de la sangre y de cierto aroma a tomillo fresco. Nadie había en las afueras, y en el pueblo, los que no lloraban dentro de sus casas como ellas, dormían indiferentes al dolor ajeno.

Antonio lo dejó con cuidado sobre la cama. «Tiene un tiro en el pecho, a medio palmo del hombro. Lo malo es la cabeza, que está abierta como una granada madura». Antes de irse se volvió a mi abuela y le dijo: «Que nadie se entere de que he sido yo quien le ha traído, que mis niños aún son muy chicos para quedarse sin padre». Dos meses después de aquello, mi abuela con inmensa pena, unía al nombre de Antonio, el arriero, un «Que en paz descanse».

Mi tío estuvo más muerto que vivo durante tres días. Al tercero, como Lázaro, abrió los ojos y pidió agua. Más de un mes le tuvieron en la cama de mi abuela luchando por vivir, el miedo de las dos a flor de piel, lavando sábanas ensangrentadas a escondidas, dentro de la casa. Yo, de eso, sí que no recuerdo nada, ni de cuando el tío Lito pudo subir por aquella espigada escalera de mano para vivir en el techo, allí donde el abuelo guardaba el alambique, tras la trampilla disimulada por infinitas manos de cal, apenas un par de tablones sobre las vigas, espacio demasiado pequeño incluso para él.

A mí me lo ocultaron porque nada hay más peligroso que la sinceridad de un niño, y en la escuela o con los amigos podía desvelar el secreto que, ellas dos, de falso luto pero verdadero dolor, se esforzaban en esconder.

Entendí entonces por qué mi abuela apenas salía, por qué cuando no tenía colegio me sentaban un rato en el escalón de la puerta, la jarapa cubriendo el vano, con un puñado de altramuces y la prohibición de entrar. Entendí para quién eran los huevos que no comíamos, las pastillas para el dolor de cabeza y el jarabe para la tos, los cuchicheos continuos entre mi madre y mi abuela. Entendí que, aparte de su hijo y nieto, yo también era su enemigo, un posible delator.

No conocí al tío Lito hasta meses después, quizás porque no se atrevían a desvelar del todo su secreto. La trampilla crujió y a continuación vi descender una espigada escalera de mano. Mi madre se apresuró a sujetarla y, de ese pequeñísimo agujero, fue surgiendo él. Le vi bajar de espaldas los peldaños, las manos asidas y algo temblorosas a los lados de aquella estrecha y frágil escalera. Mi terror iba en aumento a medida que se acercaba, hasta que llegó al suelo y me miró. «Ya ves, no soy una rata».

Ahora sé por qué el miedo se me fue de golpe, por qué a pesar de su barba a medio crecer, de su extrema delgadez que hacía resaltar aún más sus pómulos y sus ojos, a pesar de esa enorme y profunda cicatriz que le hundía el lado derecho de la frente, se me fue el miedo. El tío Lito seguía pareciendo un niño, desamparado, consumido, pero un niño. Y recordé lo que me contaban, que se mataba a trabajar para darnos de comer aun cuando yo no había nacido. Y desde aquel día no hizo falta que nadie me obligara a sentarme sobre el escalón de la puerta, ni que me dieran altramuces. Desde aquel día, cuando el tío Lito necesitaba bajar para estirar las piernas, para comer sobre una mesa o para bañarse, yo montaba guardia apostado en la puerta de la casa, disimulando, como si jugara. La jarapa tras de mí, tapando el vano, los visillos corridos, la casa en penumbra queriendo ocultar el miedo.

Con los años, la rutina y la desconfianza se convirtieron en las dueñas de nuestras vidas, cualquier cosa fuera de lo normal, un comentario, un vecino que nos mirara dos veces, era motivo para que nos consumiera un temor pavoroso y salvaje. Aquel viernes por la tarde nuestra rutina desapareció. Nuestro temor, esta vez, no se fundaba en la sospecha de nadie, sino en la abuela, que empezó a sentirse mal aquejada de un fuerte dolor en el costado. «Para mañana estaré mejor», pero llegó el sábado, también el domingo, y la abuela no mejoró.

El lunes, a eso de las cinco de la tarde, mi abuela dejó de sufrir, nosotros no.

La casa se fue llenando de gente sin saber cómo. Abrazos, besos y palabras de pésame que retumbaban en nuestras cabezas como en una caverna.

Don José, seguramente alertado por algún vecino, llegó a casa para ungirle los Santos Óleos, aunque tarde. Estando frente a mi abuela, un crujido del techo llamó su atención y miró hacia arriba. Y yo, atragantándome por las lágrimas, alcancé a decir: «Son ratas».

Entre el dolor y el temor pasamos ese día. Él sin poder despedirse, tan cerca, tan lejos de ella. Rezábamos por mi abuela y, sobre todo, para que al tío Lito no le asaltara uno de sus ataques de tos.

Nunca pensé que nuestra casa se pudiera hacer tan grande y vacía sin su presencia, que lloraría cada vez que me acordara de sus sopas de ajo.  

Dicen que la vida sigue, y así es; seguía, aunque peor, porque la falta de mi abuela nos dejó una tristeza perenne y oscura de la que ninguno de los tres podíamos escapar.

Mi madre continuaba trabajando para doña Gertrudis, que bicho malo nunca muere y ella, cumpliendo el refrán, aunque más vieja y achacosa, permanecía en este mundo para hacer penar al prójimo, sobre todo a mi madre, cualquier culpa terrenal. Yo seguía en la escuela y, cuando terminaban las clases en temporada de aceitunas, de allí me iba al molino. Dos pesetas y un cuartillo de aceite me pagaban por cargar los camiones de garrafas o limpiar los capachos, que a pesar de mi edad, yo no había salido al tío Lito ni a la abuela, más bien al feriante, y con apenas catorce años, ya tenía el cuerpo y la fuerza de un hombre. Cuando se acababa la aceituna y la almazara cerraba, me iba al taller de Tobías, donde nunca faltaba trabajo por tener fama de arreglar lo mismo una moto que una bicicleta, que si no había piezas se hacían en el torno; y así, torneando, me pasaba hasta que llegaba la noche. Los días en los que estaba generoso, me daba una peseta, y al ver mi cara siempre repetía lo mismo: «Agradecido deberías estar de que te esté enseñando el oficio».

Cuando mi madre y yo estábamos fuera, la puerta de la casa permanecía cerrada, así el tío Lito podía bajar y andar un poco o acostarse en la cama de la abuela y estirar sus fatigados huesos, pero ni aun así estábamos tranquilos. Es difícil explicar lo que se siente cuando respiras miedo en vez de aire, cuando cualquier descuido puede significar la cárcel o algo peor. Vivir en el miedo, sudar miedo, sentir cómo somete, cómo anula. No, no estábamos tranquilos, que en los pueblos, al menos en el mío, todos saben de las costumbres de todos, y si algún vecino oía ruidos en la casa con la puerta echada, podía pensar, como así era, que dentro algo se ocultaba.

El tío Lito cada vez estaba peor, los ataques de tos eran más violentos y frecuentes; la fuerza escasa, el constante dolor de cabeza que ni con pastillas lograba desterrar, inútiles ante ese monstruo que manaba de la enorme cicatriz, fruto de un fallido tiro de gracia que le condenó a no saber si realmente estaba muerto o vivo. «A veces pienso que sería mejor salir y que terminasen de una vez lo que empezaron». Y mi madre se abrazaba a él y le suplicaba que no dijera esas cosas, que no la dejara aún más sola.

Frases como aquella solo aumentaban nuestro temor, era un añadido cuando pensábamos si tendría algún percance subiendo o bajando las escaleras, si tendría la tentación de mirar tras los visillos lo que hacía tanto que no veía, la calle, el sol… Si cumpliría su deseo y saldría para que acabasen lo que empezaron, para descansar de una vez de tanto miedo.

Los años pasaron y no se percibía ningún atisbo de cambio. Tras cumplir el Servicio Militar, harto de jornales que no nos sacaban de la miseria, monté un taller en la capital con un compañero de “mili”. Tobías tenía razón, me había enseñado el oficio, y no tardamos en tener más trabajo del que podíamos abarcar.

Aquella soleada mañana de abril del 69, abandoné las herramientas y me pegué a la radio, creí haberlo oído, pero no estaba seguro. Mi amigo y socio me miraba con extrañeza, pero yo no estaba para explicaciones. Esperé como un animal enjaulado el “parte” de las doce que daban después del Ángelus. Giré la ruedecilla del volumen al máximo y la voz estalló en el local: “Publicado en el Boletín Oficial del Estado el Decreto- Ley 10/1969, de 31 de marzo, por el que se declara la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939”. No supe si reír o llorar, aceptarlo o no, un temblor incontrolable se apoderó de todo mi cuerpo. Me despedí aceleradamente de mi perplejo socio y me marché al pueblo.

Dos meses después, porque el miedo aún seguía rondándonos, el tío Lito apartaba la jarapa que cubría el vano de la puerta y, con los ojos encogidos por la luz, pisaba una calle negada para él durante algo más de treinta y dos años.

Le miré, su cara parecía la de un niño perdido que no sabe dónde ir. Le cogí del brazo y le ayudé a sentarse dentro del coche. Él se dejó hacer, como un animal dócil. Mi madre y yo cargamos las pocas cosas que se vendrían con nosotros y recorrimos las estrechas y encaladas calles del pueblo, las mismas que él antes conocía tan bien y que ahora le parecían extrañas. Observaba las nuevas caras de los que nos cruzábamos, ni un rostro familiar, amigo, que guardara en su memoria. Su silencio lo decía todo, su mirar a un lado y a otro, quizás intentando encontrar algo que lo llevara treinta y dos años atrás, que lo llevara de nuevo a sentirse vivo.

Solo al pasar cerca del cementerio habló: «Me gustaría despedirme de la abuela».Mi madre y yo le ayudamos a salir del coche. Cuando nos dispusimos a acompañarle, nos miró. No hizo falta nada más. Le vimos marchar por el estrecho y polvoriento camino bordeado de cipreses, con la firmeza en el recuerdo de la tumba de sus padres. De espaldas, aquel menudo cuerpo con su caminar torpe y abatido parecía el de un anciano, un anciano de cuarenta y ocho años.

Volvemos al pueblo a primeros de noviembre, como siempre. Los crisantemos han inundado con su olor el habitáculo del coche. Ella insiste en ir a la casa. «Para ver cómo está», dice, como si no lo supiera. Se empeña en no venderla «¡Con lo chica que es, qué nos van a dar!».

Abro trabajosamente la puerta hinchada por la humedad. El abandono hace mella en las paredes que parecen finas y frágiles como el papel. La trampilla que ocultaba la habitación, el agujero donde el tío Lito penó durante tanto tiempo, se ha descolgado, parece como si me ofreciera una invitación a subir, pero no deseo ver más allá de esa boca oscura, lúgubre, donde él dejó a jirones casi toda su vida. Me da miedo enfrentarme de cerca a su dolor, a su inmovilidad, a ese temor pavoroso y salvaje otra vez.

Esta mañana, cuando mi madre colocaba con mimo las flores sobre su tumba, donde también está su padre, donde descansa la abuela, me ha invadido una enorme y repentina rabia. Apenas disfrutó dos años del sol que le ofrecía el parque vecino, de la libertad de sentarse en un banco, sin miedo, y dar de comer a los pájaros.

Vareando almendras estuvo el día que le apresaron para darnos de comer a nosotros, aquel día aciago en el que quemaron la iglesia. El tío Manuel, Lito por entonces para todos, solo fue un hombre bueno.  

El techo emite un chasquido casi imperceptible que en el silencio de la casa se magnifica. Mi madre me mira con ojos de niña ilusionada, como si viviera otros tiempos y me pregunta: «¿Has oído?» Y yo la abrazo con fuerza y le susurro: «Sí, mamá, sí. Son las ratas».

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