SEGUNDO PREMIO: "EL COLOR AZUL DE LA FELICIDAD", de Vicente Fernández Saiz

 

Preámbulo

Falta solo un día para que regrese de sus vacaciones y aunque llevo tiempo repasando mentalmente lo acontecido en estos últimos meses, hasta hoy no he sido capaz de dar fin a este escrito. En mi descargo he de decir que han sido varias las veces en las que me he puesto a ello, pero siempre me encontraba con ese miedo a la página en blanco y cuando lograba atravesar esa primera barrera y era capaz de escribir un par de párrafos, acababa tirándolo a la papelera porque nada de lo que había redactado me gustaba. A todo lo anteriormente citado había que añadir la falta total de ánimo que me embargaba y de la que usted ya es conocedor. Pero ahora que he encontrado el momento, la situación y el lugar adecuados para terminarlo, permítame la licencia de redactar un pequeño preámbulo a la tarea que me encomendó.

Lo primero que tengo que decirle es que la idea de acudir a un psicólogo no fue cosa mía. Fue Conchi, una amiga que vive en un portal contiguo al de mi apartamento y a quien dejo las llaves para que me recoja la correspondencia y me avise si hay algún problema en el piso, quien concertó la cita. Es la mejor persona que he conocido. Vive sola, y a falta de hijos por los que preocuparse, se desvive por todo aquel que necesite su ayuda. A mí, para serle sincera, nunca se me hubiera ocurrido recurrir a usted. Yo, dado el estado anímico en el que me encontraba, era más de encerrarme en casa con una botella de whisky o con un bote de somníferos. Por eso Conchi, cuando dejé de contestar a sus llamadas de teléfono, porque sabía que seguiría insistiendo en que abandonara el piso de la capital para que fuese a vivir con ella una temporada, se presentó en mi casa y me soltó que si no aceptaba su propuesta me cogería de los pelos y me sacaría de allí a rastras. El mismo tono rotundo empleó cuando, a los pocos días de trasladarme a su apartamento, me dijo que me había pedido hora con un psicólogo muy bueno y le contesté que no pensaba ir a ningún comecocos. Perdone la franqueza, pero en aquel momento el desánimo me había colonizado de tal manera que, si lo hubiera pretendido, no habría tenido dificultades para acabar con un cuerpo tan dañado como el mío y lo que menos me apetecía era contar mis penas a un desconocido. Pero he de reconocer que en esa primera y única sesión que tuve con usted me sentí muy cómoda. De hecho, cuando me dijo que teníamos que aplazar la próxima cita para dentro de quince días porque necesitaba desconectar del trabajo y se iba de vacaciones, me pareció poco profesional por su parte. No lograba entender cómo puede estar estresada una persona joven como usted, que tiene trabajo con despacho propio en un coqueto ático que es de su propiedad y que, según me ha comentado Conchi, proviene de una familia con buena posición social y económica en la que su padre es juez de primera instancia y su madre concejala del ayuntamiento. Y si no me gustó que me dejara tirada, tampoco me pareció bien que me mandara tarea escrita para la vuelta de sus vacaciones como si fuese una colegiala. Eso de que sería bueno que aprovechase esa quincena para escribir una especie de relato en el que contase los hechos acaecidos y asociase cada cambio de humor con un color que definiera mis sentimientos en ese momento, debe reconocer que suena raro. Suena raro, aunque usted me comentara previamente que es un experto en la psicología del color y que la elección de una tonalidad cromática u otra tenía mucho que ver con la respuesta emocional que da una persona. Pero puso tanto interés en ello, porque lo consideraba importante para valorar la evolución de este trastorno adaptativo con estado de ánimo depresivo, que según usted estoy padeciendo, que me he sentido obligada a hacerlo.

Pues bien, dicho todo esto que me parecía importante que conociera, paso a describirle los diferentes cambios de humor por los que he pasado durante los últimos meses y el color con el que los he asociado. No sé si la correlación establecida entre ambos está bien fundamentada y tampoco estoy segura de que la forma tan novelesca que he empleado para relatarlo sea lo que usted deseaba, pero espero que, cuando lea estas líneas que le he dejado en el buzón de su casa, entienda el porqué de la decisión que he tomado.

 

Azul marino-felicidad

Infelicidad es un sustantivo común, abstracto, de género femenino y número singular. Es así como se definiría esta palabra en las clases de lengua que estudiaba en primaria y eso es lo que hubiera contestado si me hubiesen preguntado en aquellos años por su significado. En mi época infantil fui feliz y no recuerdo ningún episodio desdichado digno de mencionar, por lo que me sería más fácil explicar el concepto gramatical de la palabra que el semántico.

Perdone que empiece la introspección de mi vida desde tan atrás, pero lo hago porque sé que los psicólogos sois muy dados a conocer lo que ha ocurrido en la niñez. Pues he de decirle que en esa etapa no sufrí malos tratos, ni hubo ninguna situación traumática que haya quedado grabada en mi cerebro. Fui aceptada y querida por mis padres y, aunque era hija única, eso no significó que fuese una de esas niñas caprichosas y malcriadas. Mis progenitores habían emigrado de uno de esos pueblos que poco a poco han ido quedando despoblados porque sus habitantes buscaban en las ciudades el futuro que el campo no les ofrecía. Mi padre trabajaba como portero en una finca del centro de la capital y mi madre era ama de casa. Vivíamos en un bajo del mismo edificio, un piso diminuto que estaba reservado a la portería y por el que había que pagar una pequeña renta que se descontaba del sueldo. Estudié primero en un colegio y después en un instituto, ambos cercanos a mi domicilio. En ninguno de los dos tuve problemas reseñables. Era una buena estudiante y eso me dio para hacer filología inglesa y para conseguir una beca que me permitió pasar varios veranos en Dublín. Al poco de terminar mis estudios, conseguí un empleo como traductora de una editorial y aunque mis días en ese trabajo han ido tejiendo un enorme ovillo de horas predecibles, el sueldo me daba para pagarme un alquiler y vivir con cierto desahogo. En cuanto a mi vida sentimental, aunque he tenido varios novios, la cosa no cuajó. Ahora, a mis casi cincuenta años, disfruto de lo que yo definiría como un celibato placentero.

Mi apartamento de la playa es mi lugar de felicidad. Lo heredé de mis padres que lo compraron un par de años antes de jubilarse, porque sabían que cuando llegase ese momento, perderían los derechos que tenían sobre el piso de la portería. Es un apartamento pequeño, en segunda línea de playa, con una cocina comedor, baño, dos habitaciones y una terracita desde la que se ve un trocito de mar, un trocito de azul marino, mi color preferido. Mi padre no estaba muy convencido de emplear los ahorros de toda su vida en él, porque prefería quedarse en la capital, pero la insistencia de mi madre y el elevadísimo precio de la vivienda en las grandes ciudades, acabaron por doblegar sus reticencias. Para entonces, yo ya me había independizado. Vivía en un piso alquilado, una madriguera sin apenas luz donde esperaba pacientemente que llegara algún puente o las vacaciones para visitar a mis padres y pasar unos días junto al mar. Esa sensación de relax que me producía el sonido de las olas, que se oían con nitidez desde la terraza, se quedó incrustada en mi cerebro desde el primer día que pasé allí. Cuando fallecieron mis padres, el apartamento se convirtió en mi segunda residencia y me refugiaba en él siempre que mi trabajo me lo permitía. No quise venderlo porque para mí era una especie de santuario en el que venerar su memoria. Volver a él era sentir que los tenía a mi lado y que ellos también sentían mi presencia. Ese fue el motivo por el que me negué a darle un lavado de modernidad. La decoración y el mobiliario que había en él rezumaban a antigüedad por todos los costados, pero cambiarlos era como desprenderme de parte de sus recuerdos. Seguramente visto desde la óptica de un psicólogo encontraría en ello un apego patológico al pasado y me recomendaría que diera un paso al frente y aceptara la realidad de su ausencia. Hasta es posible que pensara, y creo que a usted se le puede pasar también por la cabeza cuando lea este escrito, que me haya saltado alguna de las etapas del duelo y que eso haya sido el detonante de esta tristeza vital que con tan testarudo apego me acompaña. Yo no soy una profesional de la mente humana y mi opinión al respecto está a falta de crédito, pero puedo asegurarle que por ahí no van los tiros. No busque en ello síntomas iniciales de decaimiento emocional que hayan dado lugar a mi estado actual. La muerte de mis padres, con apenas un año de diferencia entre ellos, fue un golpe muy duro para mí, eso no se lo voy a negar. Pero ya he pasado por todas las etapas del duelo y, a mi entender, hace tiempo que he llegado a esa última que ustedes llaman de aceptación.

 

Marrón-repulsión

El marrón me ha sido siempre un color de por sí desagradable. Si echo la vista atrás, recuerdo que de niña la pintura de ese color era, junto con la del blanco, la que permanecía casi sin utilizar. No me gustaba y sigue sin gustarme. Es posible que haya personas a quienes les agrade porque les recuerda el sabor dulce del chocolate o les trae a la mente la bucólica imagen de un campo de tierra fértil. A mí no me gusta, me causa repulsión y por eso he decidido encabezar este apartado de mi relato con él.

El marrón me lleva directamente a la llamada de teléfono del 28 de mayo. Sé que era ese día porque siempre recuerdo las fechas cruciales de mi vida con mayor precisión que los cumpleaños de los seres queridos. Esa mañana me llamó Conchi y me dijo que la tarde anterior había visto a unos desconocidos con unas pintas muy raras en la terraza de mi apartamento. La confirmación definitiva la tuvo al día siguiente cuando al ir a echar un vistazo se percató de que la cerradura de la puerta mostraba claros indicios de haber sido forzada. Ella fue la primera que mencionó la palabra maldita: okupas. “Se nos han metido unos okupas”, me dijo alarmada. Aquella afirmación expresada en primera persona del plural hacía también suya la desgracia que me había caído. Y también se incluyó ella cuando me urgió a que fuese a denunciarlo porque aún no habían pasado 48 horas y había oído que mientras no trascurrieran esos dos días se les podía echar sin orden judicial.

 Mi primera reacción al colgar el teléfono fue repetir por triplicado una palabra escatológica que usted ya se habrá imaginado por la asociación con el color elegido y que, por lo tanto, no creo necesario plasmarla por escrito. Por eso, marrón para mí es repulsión. Es una exclamación de contrariedad. Es una forma de descargar en voz alta la rabia que se siente cuando te comunican que alguien ha ocupado tu casa. 

 

Gris niebla-miedo

Si tengo que buscar una palabra que defina lo que sentí durante el trayecto en coche hasta el apartamento, creo que miedo es el vocablo adecuado. Miedo a no saber qué hacer cuando me viera frente a la puerta de mi apartamento, miedo a enfrentarme a las personas que estuvieran dentro, miedo a mi reacción cuando les tuviera delante, miedo a no saber cómo actuar después, miedo a tener tanto miedo. Por eso le pedí a Conchi que me acompañara. Necesitaba, antes de poner una denuncia en la policía, saber con exactitud cuál era la situación real.

Cuando llegué, Conchi ya me estaba esperando en la entrada del portal. En cuanto me vio aparecer por la esquina de la calle no quiso aguardar a que llegara a su lado. Se dirigió con paso apresurado a mi encuentro y no me dio ni tiempo a saludarla. De forma atropellada, encadenaba palabras con la misma rapidez con la que me hacía caminar hacia el portal y antes de llegar a él ya me había dado las novedades de última hora. Había visto salir de mi apartamento a una pareja de jóvenes con pintas de perroflautas, transcripción literal del calificativo que ella empleó para definirlos, y debía haber alguien más dentro porque, cuando se fueron, se acercó hasta la puerta de entrada y oyó ruidos en el interior.

Ese miedo inconcreto se convirtió en real al ver a la persona que nos recibió cuando llamamos al timbre. ¡Dios mío! Entre la nariz y las orejas llevaba más anillas colgadas que la cortina de una ducha. Y a eso había que añadir que tenía medio lado de la cabeza rapada, mientras en la otra mitad lucía una melena corta rematada con una cresta de color morado. Si no hubiera sido porque Conchi estaba a mi lado, creo que, del pánico que me entró al verle, hubiera echado a correr escaleras abajo. Pero Conchi es de armas tomar y, además de enervarla el atropello que se estaba cometiendo conmigo, la idea de tener en el barrio a semejantes vecinos le había revuelto la bilis. Con la misma rapidez a la hora de hablar con la que me había puesto al día de la situación un par de minutos antes, le escupió a aquel okupa lo primero que le vino a la cabeza. Y así, antes de que él dijera nada, ya había echado por su boca todo lo que a mí me hubiera gustado decir y no me atreví. Le soltó, con la sangre hirviendo de rabia, que ya estaban recogiendo sus cosas porque habían llamado a la policía y que como llevaban allí menos de 48 horas, además de darles una patada en el culo para que se fueran más rápido, les iban a inculpar de allanamiento de morada, robo y no sé cuántas cosas más que ahora no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que, si yo hubiese sido el okupa y al abrir la puerta me encuentro con una mujer así de enfurecida, no tardo ni un minuto en recoger y largarme. Y no solo por la firmeza de sus palabras, sino, sobre todo, porque del bolso que llevaba colgado del brazo sacó un enorme cuchillo y no paró de hacer gestos ostensibles de que le iba a rebanar el cuello. Pero aquel invasor de mi propiedad no era tan fácil de intimidar como yo. Con la misma flema que si hubiese sido educado en la corte inglesa, se dirigió a nosotras diciendo que entendía a la perfección nuestra indignación, pero que, sintiéndolo mucho, no se iban a marchar, que ellos consideraban que la propiedad y la legalidad son elementos de un estado que perpetúa la opresión vigente y que, además, si la policía se presentaba en la casa, tenían un recibo de haber pedido una pizza a esa dirección hacía ya tres días y, por lo tanto, no podían desalojarlos sin una orden judicial. Para colmo, el susodicho angelito nos espetó a la cara que se iba a pensar el denunciarnos por haberle amenazado con un arma.

De nada sirvieron los improperios que Conchi le llamó en cuanto nos dio con la puerta en las narices, ni las lágrimas que repentinamente resbalaron por mis mejillas. Mi desgracia estaba echada. Y en ese instante, fui consciente de que mi vida estaba envuelta en una niebla cerrada y gris.

 

Rojo-impotencia

Impotencia es ese sentimiento de frustración generado por la necesidad imperiosa de tener que hacer algo y no poder hacerlo. Impotencia es rojo de rabia, rojo de ira, rojo intenso. Impotencia es que vayas a denunciar a la policía que te han ocupado la casa y te digan que desgraciadamente no van a poder hacer mucho. Da igual que el policía que te atiende y te ayuda a poner la denuncia empatice contigo y comprenda tu angustia. Da igual que te diga que a lo largo de la tarde irán a comprobar si efectivamente tu piso ha sido ocupado. Y da igual, porque, a esta última frase tranquilizadora que parece bajar la intensidad de tu rojo, le sigue una conjunción adversativa que, en contraposición a esos instantes de alivio que unos segundos antes han recorrido tu cerebro, te comunica que si los okupas se niegan a abrir voluntariamente la puerta lo único que pueden hacer es pedirles que se identifiquen o que enseñen algún documento que certifique que ellos ya vivían en el piso hacía más de 48 horas. Y que, si para tu desgracia, ellos muestran, aunque sea por medio de un puñetero tique de compra de una pizza, que llevan allí más de ese tiempo, el desalojo tiene que ser mediante una orden judicial.

Y da también lo mismo que te asesore y te diga que lo mejor en estos casos es recurrir a un abogado para que intente llegar a un acuerdo con ellos o, en último caso, ponga una denuncia por la vía civil que siempre es más rápida que la vía penal. Da igual, porque, aunque al principio tú no lo sabes y contratas a ese abogado, te acabas de meter en un pleito que tardará muchos meses en resolverse. Porque los okupas no solo tienen a su favor el inmenso volumen de trabajo de los juzgados que hacen que el juez de turno se retrase en emitir un decreto que acuerde la fecha de un juicio. Tienen también un manual de ocupación, con K mayúscula, que han bajado de internet. Un manual con tutoriales que muestran con toda clase de detalles las diferentes técnicas de ocupación, que les explica de manera muy didáctica cómo engancharse ilegalmente al agua y a la luz y les informa de las mil y una maneras que hay para dilatar las testificaciones o requerimientos judiciales. Y mientras todo esto ocurre, tú intentas luchar contra el sistema, intentas buscar por tu cuenta la forma de horadar ese muro de hormigón contra el que te has topado, aunque sepas que para ello únicamente cuentas con tus propias uñas. Porque tienes que intentarlo. Porque en ese apartamento están los recuerdos de tus padres, está tu felicidad y, ahora, está tu vida. Y entonces, como último recurso, un día llamas a la puerta del que era tu apartamento y apelas a la conciencia de la chica que te abre pensando que has tenido suerte de que entre todos los ocupantes sea una mujer quien te haya abierto, porque piensas que el hecho de pertenecer al mismo género que tú hará que sea más comprensiva. Y suplicas. Y lloras. Y te pones de rodillas. Y hablas de tus padres ya fallecidos, de los recuerdos que tienes allí dentro, de la enfermedad que te está costando todo esto. Y te das cuenta de que todo ello no sirve para nada o, mejor dicho, sirve para que ese rojo intenso se convierta en rojo de sangre, en un rojo que supura por todos los poros de tu cuerpo, en un rojo por el que se te escurre la vida.

 

Verde-esperanza

            Siempre hay algún conocido que comenta que sabe de otro conocido que, a su vez, conoce a un tercero al que…

            Así, sin saber muy bien de dónde habían salido, se presentaron en mi casa dos desconocidos. Yo tengo la mala costumbre de abrir la puerta sin echar antes un vistazo por la mirilla y eso hace que, en más de una ocasión, me encuentre frente a alguien a quien no deseaba haber abierto. Al primero a quien vi fue a un hombre de unos cuarenta años, trajeado y con buena presencia. Pensé que era uno de esos representantes de alguna empresa de la luz o del gas, que van puerta a puerta vendiendo la bonanza de su compañía frente a la que uno tiene contratada. Iba a decirle que no necesitaba nada, cuando reparé en la persona que estaba detrás de él. Por su aspecto físico bien podría considerársele un digno representante de uno de esos matones que los mafiosos que salen en las películas del hampa americana llevaban como guardaespaldas. Juro que, si llego a verle el primero, cierro la puerta de golpe y del susto voy corriendo a llamar al 112. Pero antes de darme tiempo a reaccionar, me dijeron que venían porque habían oído que se habían metido okupas en un piso de mi propiedad y que ellos eran empleados de una empresa que se dedicaba a devolvérselo a sus legítimos dueños por medio de una salida pactada llevada a cabo por profesionales.

            Como supongo comprenderá, los servicios que aquel par de vendedores me ofrecían era justo lo que necesitaba, por lo que no puse ningún reparo a que me explicaran con detenimiento su forma de actuar. Según me contaron, los encargados de la negociación se hacían siempre acompañar por personas de gran envergadura, porque querían que su sola presencia produjera intimidación en los okupas, pero me aseguraron que bajo ningún pretexto utilizaban métodos coercitivos para el desalojo. Además, sus actuaciones estaban siempre respaldadas legalmente. Recibían asesoramiento jurídico por parte de un bufete de abogados que se dedicaban a estos menesteres, ya que eran conocedores de que, en más de una ocasión, a los propietarios que habían utilizado las amenazas o la violencia les había caído una buena condena por ello. Tras aquella detallada exposición de su manera de proceder, me aseguraron que sus intervenciones tenían más de un noventa por ciento de éxito. Y para dar credibilidad a esos datos me dijeron que estaban tan seguros de llevar a buen puerto la tarea que se les encomendaba, que únicamente cobraban sus servicios si obtenían éxito.

Así, de esta manera tan inesperada, el rojo de impotencia mudó, gracias a aquellos dos desconocidos, a verde esperanza.

 

            Negro abisal-abatimiento

 En poco más de una semana, la empresa que se hizo cargo del desalojo negoció a la baja la cantidad de dinero que en una primera oferta pidieron los okupas por irse y que yo pagué en mano al hombre trajeado que llamó a mi puerta para que se lo hiciera llegar a ellos. Pocos días después, un lunes por la tarde, cuando Conchi me comunicó que había visto cómo habían sacado todas sus cosas del apartamento y se habían ido a ocupar un piso propiedad de una entidad financiera, le aboné a ese mismo hombre buena parte de lo acordado por sus servicios. El resto quedé en dárselo una vez que pasara el fin de semana, cuando yo pudiera desplazarme hasta allí, contratar los servicios de un cerrajero, porque ni se habían molestado en dejar las llaves de la nueva cerradura que ellos habían puesto, y tomar posesión de lo que siempre había sido mío.

            Pero ese sábado, justo antes de ponerme en marcha, recibí una alarmante llamada de Conchi. Había visto en la terraza de mi apartamento a una mujer y a un niño. Fue la primera quien le dijo, cuando llamó a la puerta y preguntó que qué hacían allí, que tenían un contrato de alquiler y que habían pagado a los dueños una fianza de dos meses más el mes en curso. Y dicho dispendio, teniendo en cuenta que estaba en paro y que constituían una familia monoparental, suponía todo el montante de sus ahorros.

            De esto hace ya más de seis meses y aunque a aquella mujer se le demostró que el contrato era falso y que había sido víctima de una estafa realizada por los componentes del mismo grupo mafioso que me había timado a mí, se negó a abandonar el apartamento hasta que los servicios sociales le proporcionasen la alternativa habitacional que había solicitado hacía más de un año.

            Así fue como llegó la oscuridad. No hubo, como ocurre en las paletas de colores, una desviación cromática ordenada que empezase en el verde y con el paso de los días fuese oscureciéndose gradualmente. Vino de repente y me sumió en la negrura propia de una sima abisal. Ya sé que al negro se le considera la ausencia de color, pero permítame que yo le introduzca en el círculo cromático de mis sentimientos, porque creo que representa a la perfección la hipotonía anímica en la que me encontraba. A partir de aquella nueva ocupación, me quedé sin ganas de afrontar el día a día de mi existencia. Es difícil expresar con palabras el hundimiento emocional en el que caí, pero puedo decirle que mi nivel de abandono llegó hasta tal extremo que dejé de acudir al trabajo. Y aunque al principio me mandaron algunas traducciones a casa, pronto decidieron prescindir de mis servicios. Por si eso era poco, a mi deterioro anímico había que añadir un aspecto físico lamentable. La pérdida evidente de peso, porque el simple hecho de prepararme la comida me suponía un esfuerzo inmenso, y las ojeras renegridas que colgaban de mis párpados, consecuencia de muchas noches de insomnio, hicieron de mí la viva imagen de un espectro.

 Esa fue, sin duda, la etapa más negra de mi vida. Y estoy segura de que, si Conchi no hubiera venido a buscarme y me hubiese obligado a ir a su apartamento con ella, habría entrado en un estado de abatimiento irrecuperable.

 

            Crema-calma

            La única sesión que he tenido con usted ha sido milagrosa. Nunca pensé que ese encuentro inicial, en el que me limité a contarle cómo me sentía, fuese tan provechoso. De hecho, puedo decirle que el limbo sentimental en el que ahora mismo estoy inmersa es como una antesala de la deseada felicidad que tanto anhelo. Se preguntará que cómo he sido capaz de salir de ese pozo sin fondo en el que estaba sumergida tan solo hace unos días. Pues tengo que decirle que han sido dos las causas que me han hecho resurgir y en las dos usted ha tenido mucho que ver. Por una parte, está su idea de que plasmara por escrito mi situación emocional. El escribir me ha servido de catarsis y me he dado cuenta de que había llegado a un extremo en el que o tomaba una decisión drástica o no habría forma de recuperarme. Una vez que fui consciente de que necesitaba salir a flote, me acordé de que usted me comentó que para restablecerse de un estado anímico tan deteriorado como el mío necesitaba encontrar algo a lo que aferrarme, algo, por muy ilógico que me pareciera, que me devolviera la esperanza. Pues bien, al hacer memoria de todo lo que he pasado, he recordado que tanto el abogado como la policía me aseguraron que en la segunda ocupación la cosa pintaba muy mal. Al haber menores de por medio, el desalojo se alargaba en el tiempo y solo se solucionaría de forma rápida si la causa le cae a un juez que estuviera muy sensibilizado con el tema o si los servicios sociales del ayuntamiento se dieran prisa en buscar esa alternativa habitacional a la familia. Y en base a esa aseveración, he decidido que la mejor manera de acortar los plazos para que me devuelvan mi apartamento es irme a vivir de okupa. Ya sé que ahora estará pensando que semejante decisión es más propia de aquellos que sufren algún trastorno antisocial de la personalidad o algún otro tipo de afección mental, que de alguien como yo. Pero no se alarme. La aflicción que he venido padeciendo no me ha hecho perder el juicio, ni me ha vuelto insensible al sufrimiento que pueda causar al legítimo dueño de la casa que he ocupado. Yo soy una okupa preocupada por la propiedad ajena y tengo la intención de cuidar de la vivienda como si fuese mía. De hecho, al ocuparla, en ningún momento he contemplado la opción de destrozar la puerta como hicieron en mi apartamento. He preferido buscar un cerrajero y, con la disculpa de que me habían robado el bolso y tenía las llaves en él, pedirle que cambiara la cerradura.

Llevo ya tres días en mi nuevo hogar y no he tenido ningún problema. El piso tiene todo tipo de comodidades y hasta una pequeña terraza desde donde se ve en lontananza el mar. Para inaugurarlo, encargué a un establecimiento de comida rápida que me trajera la cena a casa. Nada especial, que no estoy para muchos dispendios y tampoco era cuestión de organizar un fiestón que alarmara a los vecinos. Y como sería muy triste celebrarlo sola, invité a Conchi. Estoy segura de que la presentación del tique de compra junto con la declaración de mi amiga, serán motivos más que suficientes para justificar que llevo aquí más de 48 horas.

            Ahora, estoy esperando a que en cualquier momento se presente la policía. Eso no me preocupa. El manual de ocupación, con K mayúscula, que he bajado de internet explica qué debo hacer en ese caso y, además, en sus páginas también vienen las direcciones de varias webs con tutoriales que te enseñan a engancharte a la luz y al agua por si deciden cortarlos. Aunque supongo que esto último no será necesario, porque no espero quedarme aquí mucho tiempo. Confío en que, o bien el juez de primera instancia de esta ciudad o la concejala del ayuntamiento, casualmente padres de usted, al saber de la decisión tan desesperada que me he visto obligada a tomar y conozcan que la condición para que deje la vivienda ocupada es que me devuelvan la mía, se sensibilicen con mi caso y le den prioridad máxima. Mientras eso ocurre, le comunico que, por primera vez en mucho tiempo, me siento bien. No puedo decir que he vuelto a encontrar el color azul de la felicidad, pero estoy tranquila y en calma. Por eso he elegido el crema como el color que mejor define mi estado anímico actual. Un crema suave y cálido. El mismo crema que tienen las paredes de su ático y que llevo contemplando durante tres días seguidos.

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